76 páginas, 17,90 euros.
...LLENOS DE FE Y DE ILUSIÓN
Carlos Giménez alcanza el séptimo tomo de Paracuellos, una gran noticia sobre todo tras leer su trabajo anterior, un testamento siniestro, una amarga despedida que parecía anunciar su retirada del medio.
Afortunadamente no ha sido así y ahora recupera una de sus series más populares, aquella que nos hizo seguirlo y admirarlo, que nos emocionó por su contenido y nos impactó por su precisa puesta en escena.
Mucho antes de que nadie hablara de “memoria histórica” Giménez nos desveló la suya, que por personal consiguió ser universal. Y, si había una intención política detrás de aquellos recuerdos, iban por delante los aspectos humanos, dar testimonio del sufrimiento de unas víctimas perfectas, unos niños brutalizados sin razón ni necesidad y cuyo dolor muchos sentimos como propio.
Durante años Giménez contó sus desgracias y las de sus compañeros en una catarsis colectiva a la que como lectores fuimos invitados y que fascinaba por la precisión con que conseguía acercarse a aquellas criaturas con las que resultaba sencillo identificarse. Hubo quien le acusó de sentimental, echándole en cara que su trabajo fuera tan popular. No en vano muchos han preferido siempre la exquisitez de lo minoritario, la diferencia que permite a unos pocos sentirse superiores.
Luego llegó la continuación de aquellas memorias en Barrio, otra gran serie que ha retomado, siempre con fortuna. Su vida como profesional quizás no constituyó un relato tan emotivo ni profundo, pero no estaba exenta de interés. Sumen a todo ello una larga lista de obras maestras como Hom, Sabor a menta, Primer amor… Giménez es EL dibujante.
Si hay que seleccionar a un autor que represente lo mejor del comic español, debe citarse su nombre, sin duda. Durante años nadie se le acercaba en el terreno de la narrativa, nadie tenía su sentido de la estructura visual, de la interacción entre imágenes y textos, nadie tampoco su capacidad para crear personajes humanos, creíbles, con los que podíamos empatizar, por los que nos preocupábamos y cuyas vidas eran más reales que las nuestras. Es uno de los grandes y no debemos nunca olvidarlo.
Pero, pese a ello, sus últimas obras habían sido muy decepcionantes. Empiezo a contar desde 36-39. Malos tiempos, su tetralogía dedicada a la Guerra Civil.
Alguien que como él siempre había ofrecido una versión muy creíble de la realidad nos sorprendía con un relato de buenos y malos, una aproximación maniquea en la que se daban pelos y señales cuando los verdugos eran fachas mientras que los muertos parecían caer del cielo cuando sus asesinos eran de izquierdas. En alguien que ha convertido Paracuellos en una marca personal sorprende esta doble vara de medir, esta desmemoria por un lado y esa precisión por el otro. Desde entonces todo ha ido de mal en peor. Dedicó cinco álbumes a contarnos la vida de su amigo el dibujante Pepe González. Reconozco que era una crónica muy interesante y vívida de un personaje que sin duda merecía tales esfuerzos. Pero ¡cinco álbumes!
El ritmo, uno de los puntos fuertes del autor, desaparecía devorado por la repetición y la insistencia. Con todo Giménez siempre consigue transmitir la idea de que lo que cuenta es importante y que debemos prestarle atención. Pero llega un momento en que cuesta hacerlo.
Peores son sus otras entregas de estos años. Por un lado la fallida Peste escarlata y por el otro Crisálida, una confesión de un señor de la tercera edad al que ya no le quedan muchas ganas de vivir. Conmueve por su franqueza pero deprime por su insistencia y su (de nuevo) falta de ritmo. Nunca pensamos que acabaría convertido en ese abuelo que nos cuenta batallitas. La afirmación anterior es una crueldad, y el peor Giménez sigue teniendo mucho más interés que casi todo el resto de autores españoles. Pero precisamente por haber sido tan grande, duelen más sus actuales patinazos.
Y así llegamos a Paracuellos 7. Es mejor que sus últimas obras. Creo que no alcanza a sus episodios de hace años, pero no desmerece en el conjunto de la serie y mantiene su capacidad para llevarnos a un mundo de niños, que se comportan como tal y que por eso provocan nuestra compasión. Sus ilusiones, sus esperanzas, sus sueños, son tan infantiles como creíbles y cuando alguien les hace daño también nos lastima a nosotros. Yo creo que en el pasado Giménez no habría dejado pasar algunos diálogos, como el que dedica al padre que vivía en Francia. Pero en general es un gran producto que nos reconcilia con un autor al que siempre hemos admirado y querido.
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