Las imágenes con que visualizamos la Edad Media hacen honor a su apelativo de época oscura. En sus representaciones cinematográficas y tebeísticas la evolución ha consistido en una progresiva incorporación de roña.
De El Príncipe Valiente a Las torres de Bois-Maury lo primera diferencia que el ojo encuentra es la suciedad. Se acabaron las capas impecables de la corte del rey Arturo, bienvenidos los trapos hechos jirones y manchados de barro.
El realismo nos habla de una sociedad en la que unos pocos amos deciden el destino de muchos siervos en régimen de esclavitud. El Renacimiento supone el fin de la anomalía medieval, el triunfo de la razón sobre la superstición cristiana y su reinado de terror. En ese universo oscuro llaman nuestra atención los coloridos vikingos. Basta mentarlos para que acuda a nuestra memoria la imagen de un Kirk Douglas tuerto en la clásica película de Fleischer. ¡Ah, los vikingos, que tíos tan brutos, pero qué simpáticos, cuánto entusiasmo!
Repasando con Gaspar Meana los álbumes que componen el cuarto volumen de su magna obra La Crónica de Leodegundo (el mejor comic histórico que yo recuerdo), que la UIB lanzará a finales de año, le expresé mi admiración por las secuencias protagonizadas por los vikingos. Por supuesto, ya no pasean sus tradicionales cascos con cuernos. Hermann incluyó uno en su saga y tuvo que ponérselos argumentando que si no nadie lo reconocería como vikingo.
Gaspar, siempre fiel a la verdad histórica, prescindió de tan llamativo complemento pero se arriesgó a cometer un error aún mayor. Según me comentaba, no existen pruebas concretas de una incursión vikinga en Gijón como la que él relata. Pero lo hizo basándose en dos razones. Una era, si se quiere, argumental. Las convulsiones que se suceden tras la muerte de Alfonso II, que culminan con la aniquilación de sus seguidores, no podían explicarse sin la aparición de un factor externo, un suceso dramático que generase el clima necesario para las revueltas. Él supone que el ataque vikingo fue aquel factor. Pero además se apoya en ciertos textos que mencionan un ataque “crudelísimo”. Me explicó que los astures estaban acostumbrados a las incursiones de los moros, que eran tan numerosas que apenas aparecían en las crómicas. Que una en concreto se detallase y además expresando sorpresa por su crueldad, delataba, en su opinión, que no había sido lo habitual. Los hombres del norte se habían dejado caer.
Hay una serie televisiva que aborda el tema, una recreación terriblemente veraz de los usos y costumbres de los vikingos. Yo había visto secuencias sueltas de la primera temporada y encontré especialmente horrorosa la escena de los sacrificios humanos. De una manera muy inteligente el guión oponía la fe de un monje cristiano capturado por los bárbaros y temeroso por su vida, frente a la convicción arrogante de uno de los vikingos que sonreía mientras era degollado para complacer la sed de sangre de Odín y compañía. Gaspar coincidía conmigo en que el cristianismo, con todos sus excesos, al menos había traído cierta compasión frente a las prácticas anteriores, cierta humanidad. Cada vez más nos rodean muestras de neopaganismo, se recuerda que Todos los Santos ocultaba una anterior celebración de los muertos y que cada festividad cristiana es una suerte de engaño, frente a la romería original. Todo eso está muy bien, pero no olviden en que consistían aquellas fiestas.
Este verano tuve ocasión de zamparme, casi por sorpresa, la que supongo es la segunda temporada de Vikingos. Una noche se pusieron a echar un episodio tras otro, hasta dejarme sin aliento. Me admira la inteligencia del guión, al graduar la mirada del espectador, dándole pistas y preparándole para la gran escena. El héroe es acompañado por su hijo, todo un mocetón al que se le permite el honor de degollar a un enemigo capturado. Ahí se nos recuerda la importancia del valor, de no quejarse ante la adversidad. Si lloriqueas ante el verdugo no entras en el Valhalla, se siente. Se percibe la angustia en los ojos del joven, que teme no estar a la altura cuando el momento supremo llegue. De hecho, todos los personajes padecen ese mismo miedo existencial, dada la extrema dureza de su código ético.
El caso es que capturan a un reyezuelo con engaños y deciden sacrificarlo. Como “honor” le anuncian que le practicarán la ceremonia del “águila que despliega sus alas” (cito de memoria). El protagonista explica a su hijo en qué consiste: con un cuchillo se abren dos grandes huecos en la espalda del sujeto, se le parten las costillas con un hacha y, finalmente, se extraen los pulmones y se depositan sobre sus hombros, para que parezcan un par de alas desplegadas. Todo esto, por supuesto, con la víctima viva. Y, por supuesto también, sin que ésta se queje ni lloriquee, so pena de perder el acceso a la residencia de los dioses. Como el mismo condenado dice: “aseguran que es muy entretenido, sobre todo para el que lo padece”. En fin, el proceso se estira todo lo posible para que vayamos visualizando la salvajada, hasta que llega un momento en que apenas necesitamos verla para imaginarla en toda su crudeza. Como vuelta de tuerca final engañan al preso haciéndole creer que un traidor le ayudará a escapar. Cuando llega al patio están todos esperándole y él acepta con orgullo el suplicio.
El resto es casi insoportable. El realizador no se entrega a un delirio gore ni nada por el estilo. Pero como nos ha hecho partícipes de la angustia de la víctima, apenas necesita un poco de sangre o el ruido del hacha destrozando huesos para helarnos la sangre en las venas. El condenado aguanta hasta el final, y todavía tiene tiempo de exhalar un último suspiro cuando los pulmones ya han sido arrancados de su pecho. ¡Eso sí que eran fiestas! Leer más...