120 páginas, 22 euros.
LIBERTAD CON IRA
Jaime Martín añade un nuevo volumen a la ya abultada lista de comics españoles ambientados en la Guerra Civil. En este caso además dedicando una buena cantidad de páginas a la posguerra.
Lo confieso: hacía tiempo que no lo hincaba el diente a los comics de Martín. Llamó la atención de los aficionados cuando presentó su “Sangre de Barrio” en El Víbora. Eran los ochenta y su mirada parecía la de un testigo directo que nos permitía asomarnos a las andanzas de unos adolescentes jevis con no pocos problemas económicos y sentimentales.
En posteriores álbumes adoptó diversos tonos, de la farsa al delirio porno-cachondo. Su dibujo y su narrativa siempre han sido correctos, sin florituras. Y con los años ha ido depurando unos grafismos que cada vez tienen mejor aspecto. Esa es la principal razón para acercase a este “Jamás tendré veinte años”. Su línea es directa y sintética y viene acompañada por un color plano, climático y funcional. La portada es encantadora.
Y sin duda lo que cuenta no carece de interés. Seguimos a una pareja a través de sus peripecias en la Guerra Civil, desde Melilla, donde la protagonista trabaja de costurera. Ya en Barcelona conoce al que será primero su novio y más tarde marido y padre de sus hijas. Se suceden diversos episodios bélicos y después llega la posguerra. La primera secuencia en esa parte es un fusilamiento frustrado. Alguien denuncia al héroe y, cuando parece que todo está perdido, uno de sus ejecutores lo reconoce y perdona.
A partir de ahí se produce una cierta mejoría social de la familia, a través del contrabando y del trapicheo en el mercado negro. El énfasis del relato se centra en la figura de la madre, auténtico motor del grupo y la que con más rapidez se sobrepone a los constantes reveses del destino. El tono general es muy dramático, comenzando por las primeras bajas de la guerra, prosiguiendo con las inevitables carnicerías en el frente de batalla y culminando con los rencores acumulados y los enfrentamientos omnipresentes en la posguerra.
MartÍn, como tantos otros antes que él, no esconde su voluntad de prestar su voz a los vencidos, algo que ahora asociamos con la memoria histórica pero que ya era característico en otras obras del pasado, como “Lo que el viento se llevó”. Allí se hacía una loa a un mundo ya desaparecido, ese mitificado y caballeroso sur, que las brutas y sucias tropas del norte se habían llevado por delante. Sorteando pequeños obstáculos morales como la esclavitud, el film adoptaba el punto de vista de los acaudalados señores que habían visto derrumbarse sus encantadores mansiones. Hasta se contemporizaba con el Ku-Kux-Klan, ante los desmanes de unos negros que nunca debieron ser liberados. En realidad, gran parte de los comics dedicados a nuestra Guerra Civil funcionan de forma similar. Todo se justifica y olvida porque nos machacaron, porque nuestra historia nunca ha sido contada. Así que se establece una línea a un lado de la cual todo son víctimas angelicales y al otro verdugos sin escrúpulos. Esto no suele ser lo mejor para un relato.
¿Por qué después de tantos años seguimos disfrutando con las andanzas de Escarlata y padecemos con la decadencia de Tara? Porque allí sí que había personajes. No solo un asfixiante discurso moral. En “Jamás tendré veinte años” todo chirría desde la primera secuencia. Si la prota ignora al humilde pescadero y prefiere al progre enrollado que la va a enseñar a leer y otras cosas, ya sabemos que el primero se convertirá en un facha con sed de sangre. Y suma y sigue. En la secuencia final, la hija del héroe no puede ser la novia del hombre que le delató. Así es cómo se transmiten los odios de una generación a la siguiente. Toda una lección.
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