El pasado 12 de noviembre fallecía Stan Lee, una de las personalidades más populares de la industria del comic. También una de las más controvertidas.
Cuando se hablaba con creadores que lo habían tratado, las respuestas eran habitualmente extremas. O lo adoraban o lo detestaban. Como se sabe, antes de ser reconocido por aparecer unos segundos en todas las películas del Universo Marvel y en series como The Big Bang Theory, aquel señor tan simpático de gafas oscuras y bigotillo había dirigido una editorial. Allí creó a muchos de los superhéroes que ahora pueblan las salas de cine. A finales de los setenta se trasladó de Nueva York a Los Ángeles con la convicción de que sus personajes tenían un futuro prometedor en el mundo del celuloide.
Su biografía oficial plantea una extraña paradoja. Tras entrar como chico para todo en Marvel-Timely, Lee fue escalando puestos como guionista y acabó convertido en director editorial. El interés por los superhéroes, populares años atrás, se había desplazado hacia otros géneros, del terror a los crímenes o el western.
La industria todavía estaba intentando recuperarse del mazazo que había supuesto la instauración a mediados de los cincuenta del Comics Code. Lee y el equipo de creadores que participaban en la editorial experimentaron todas las fórmulas posibles, intentando dar con algo para recuperar a un público cada vez más enganchado a la televisión. Jack Kirby, que había creado al Capitán América con anterioridad, firmó con Lee el primer episodio de la serie que abriría las puertas a toda una nueva era: Los Cuatro Fantásticos.
Al principio no se diferenciaban mucho de otras historias de monstruos que habían facturado aquellos años. Pero los lectores lo convirtieron en un rotundo éxito. Sobre todo por algo que luego se convirtió en un tópico: la idea de “héroes con pies de barro”. Lee hizo de esa premisa su slogan. Los héroes de Marvel no serían aquellos semidioses de la competencia, con Superman a la cabeza. Al contrario, tendrían debilidades y contradicciones, permitiendo que los lectores se identificasen con ellos. Al menos en teoría.
Es en este punto donde los relatos dejan de coincidir. La tremenda popularidad que Lee consiguió obedece a su carisma personal, a la simpatía con que trataba a cualquiera que estuviera interesado en su obra. Casi desde el principio entendió el poder de los fans y los mimó, viajando a convenciones y universidades y siempre trató de prestigiar y popularizar el medio en el que trabajaba. Entre sus colaboradores suscitó no pocas simpatías.
Roy Thomas, que se hizo cargo de los guiones de algunas de sus series, se refería a él como una persona con una gran intuición que resolvía problemas creativos con golpes de genio. Cuando Thomas lanzó la colección de Conan, que acabaría siendo uno de los grandes éxitos de la editorial, descubrió que los primeros números no vendían lo esperado. Se lo comentó a Lee que le respondió: “Quita los animales de las portadas”. Así lo hicieron y milagrosamente las ventas se dispararon.
Son muchos los dibujantes que explican cómo Lee les dio su primera oportunidad y lo mucho que le deben. Prácticamente fue él quien levantó la actual amalgama de cine y viñetas, nadie más supuso que aquellas historias con tipos con los calzoncillos por fuera pudieran funcionar. Él sí. Creyó en su producto y sobrevivió a todos los proyectos abortados sin perder la cabeza en Hollywood.
Si sus capacidades como vendedor son innegables, la cosa se complica cuando descendemos a los terrenos creativos. Hay un dato innegable: después de parir ese universo superheróico Lee apenas hizo nada más. Participó en muchas series pero resulta difícil recordar ninguno de sus guiones. Cuando se publicó su biografía en viñetas daba la sensación de que su principal ocupación en los últimos treinta años era… ¡ser reconocido! Presume de haberle dado la mano a Clinton, a Bush, a Spielberg… Pero en realidad ¿dónde están esas grandes historias escritas por él?
Para algunos creadores era el mal absoluto, la perfecta representación de todos los editores aprovechados, vampiros de ideas ajenas que sin hacer nada acaparaban derechos y pasta. La expresión más directa de esta idea la ofreció Dan Clowes en “Pussey!”, que parodiaba con dureza la relación entre Kirby y Lee. Kirby se largó de Marvel harto de que sus creaciones no fueran suyas sino propiedad de la compañía. Lo mismo hizo Wood y por supuesto Ditko. Buscema contó cómo eran los guiones de Lee, apenas unas frases alrededor de las cuales los dibujantes debían construir todo un conjunto de páginas a las que luego se añadían los diálogos. No olvidaré el énfasis con que repetía “¡Quince minutos! En quince minutos me soltaba de qué iba la historia y yo me las tenía que apañar ¿Cómo voy a respetar eso?”.
En junio de este año moría Ditko. Lee, conocido como “padre de Spider-Man” se aseguró de incluir en su biografía una plancha de la primera historia del personaje, con su popular traje de telarañas. Pero en realidad nadie ha visto aquellas páginas desde que Kirby las dibujó. Lee repitió que no le gustó aquella versión, que quería un Spider-Man más humano y que por eso se lo pasó a Ditko. En realidad se suponía que lo iba a entintar. Pero antes le comentó a Lee que aquello se parecía mucho a The Fly. Así que aquella versión no se publicó y fue entonces cuando el encargo cambió de manos. Ditko inventó el uniforme actual, que no estaba en las páginas de Kirby. Y añadió otros elementos arácnidos. Escribió y dibujó la serie solo durante años, algo que el propio Lee reconoció en una entrevista.
Supongo que la controversia continuará. Lee fue una figura necesaria, que jugó un papel importante atrayendo a masas de lectores hacia el comic, un genio de la autopromoción que sin duda utilizó y explotó a algunos de sus colaboradores, firmando trabajos en los que apenas había intervenido. Al final tendremos que leer Hulk como un autorretrato: tras la fachada del tímido hombrecillo con gafas se escondía una fuerza destructiva de color verde. Échenle la culpa a los rayos gamma.