25 euros.
VARIACIONES POSMODERNAS
David Rubín concluye la actualización de las aventuras de Hércules en el segundo tomo de su novela gráfica El Héroe.
No voy a decir que me hizo recordar con nostalgia la adaptación que Calatayud firmó para la revista Trinca allá por los setenta. Pero casi. Emplea algunas de las ideas que ya tenía la revisión de Disney, sobre todo la comparación entre los héroes clásicos y nuestras modernas estrellas deportivas o musicales. Rubín no sólo incluye imágenes que emulan las apariciones de esos semidioses en prensa o televisión, también todo tipo de gadgets que insisten en la atemporalidad de su propuesta. Coches, motos y numerosos equipamientos cibernéticos nos hablan de un mundo sin dioses donde la tecnología desdibuja las fronteras entre lo humano y lo divino y lo único que importa es el poder.
En realidad esa aproximación entre el ayer y el hoy no sorprenderá a ningún lector de superhéroes. Kirby, a quien supuestamente homenajea desde la introducción, ya jugó a trasladar las antiguas mitologías a nuestro entorno cotidiano. Los resultados mantenían la magia de lo sobrenatural, incorporando un sabroso extra de cercanía que espantaba la pedantería y aseguraba un humor muy saludable. Esto es evidente en el caso de
Thor y sus encarnaciones más poderosas, por ejemplo cuando Simonson se hizo cargo de él en los ochenta, una maravilla donde la mezcla de comedia y drama alcanzaba alturas dignas de Shakespeare. Si no me creen, échenle un vistazo, sigue siendo una obra maestra incontestable.
Muy al contrario, Rubin se pone solemne. Lo suyo es una reflexión muy seria sobre la figura del héroe, sus responsabilidades y debilidades y su inevitable fracaso. En eso no se diferencia de tantos otros antes que él, que llevan años y décadas pronosticando el ocaso de los dioses. De hecho, Coma tituló así uno de sus libros: El ocaso de los héroes en los comics de autor. Fue en 1984. Treinta años después, nadie sabe quiénes son los Vengadores o Spiderman o… Pero ya saben que la realidad nunca ha sido un impedimento para predicar estupideces de todo tipo. Así que aquí tenemos al esforzado Rubín intentando convencernos de que todo lo que cuenta es muy sesudo y complejo. Para ello recurre a una narrativa enfática y enrevesada, con muchas viñetitas que aportan densidad a un guión más bien plano.
El problema cuando juegas con ideas es que estas tienden a ser muy voraces y acaban zampándose la historia. ¿Qué les pasa a los personajes? ¿Qué preocupa al héroe? ¿Qué le mueve? El autor no consigue construir una imagen del bien. En cambio se regodea en la visualización del mal. Repetitivamente se carga a las mujeres de Heracles, en secuencias brutales donde o bien sodomizan a la pobre señora de forma explícita o el héroe involuntariamente estrella a sus niños contra la pared, con gran énfasis en la sangre y las lesiones. En realidad, como apenas se nos ha mostrado su relación con todos esos personajes, nos da lo mismo. Y aparentemente también al protagonista, que no tiene problemas en consolarse con quien tenga más a mano, como su escudero por ejemplo. ¡Cómo son estos griegos!
En fin, ya se hacen una idea: todo muy moderno, muy guay y muy prescindible.