La obra de Vargas Llosa contiene algo que excede el puro placer literario o el divertimento estético. Por supuesto, no ha evitado ciertos artificios propios de su oficio. El más conocido es su juego con las estructuras narrativas, aquellos procedimientos mediante los cuales la historia se fragmenta y se cuenta de forma no lineal. En ocasiones adopta múltiples puntos de vista, con secuencias en tiempos sincrónicos pero en espacios y con personajes diversos. En otras la travesura narrativa incluye al tiempo y es entonces cuando nos topamos con el Vargas Llosa más difícil y árido. En el cine estos saltos espacio-temporales son relativamente sencillos de dar, ya que vemos el aspecto de los personajes y su contexto. En una novela el resultado es más discutible y en no pocas ocasiones al lector le cuesta situarse, lo que afecta a su relación con el relato y le distancia.
Desde ese punto de vista podemos hablar de dos etapas. Una primera en que lleva al extremo esos malabarismos narrativos, con, a mi entender, excesos como “La casa verde” (1965), y trabajos más afortunados como “Conversaciones en La catedral” (1969), que estos días se cita mucho entre sus obras maestras. Podría serlo por su construcción de personajes, uno de los puntos fuertes del autor. Pero se resiente del encaje de bolillos al que acaba reducido el hilo argumental. De hecho, en trabajos posteriores lo que notamos es una mayor contención y un dominio de los recursos que conlleva no traspasar ciertos límites.
Por ejemplo, en “El paraíso en la otra esquina” (2003) los saltos entre la vida de Gauguin y de su abuela Flora Tristán están claramente separados en el tiempo y no provocan confusión alguna. Procedimiento similar al que emplea en “La fiesta del chivo” (2000), con la visita en paralelo al Santo Domingo de la actualidad y una mirada al país gobernado por Trujillo en los sesenta. En “La guerra del fin del mundo” (1981) la complejidad se consigue por la multiplicidad de voces, un auténtico océano de personajes que ofrecen una visión global de un fascinante episodio brasileño. Ni siquiera en su autobiográfica “El pez en el agua” (1993) evita estos artificios, alternando la historia de su agridulce carrera política con el relato de sus diversos acontecimientos vitales.
En “La tía Julia y el escribidor” (1977) salta con ironía de la narración central a un conjunto de pastiches en los que homenajea el estilo de Corín Tellado, la célebre escritora de folletines. Es una de las escasas ocasiones en que intenta resultar más ligero, casi frívolo. Supongo que es su admiración por la cultura francesa la que le lleva a explorar el erotismo en novelas como “Elogio de la madrastra” (1988). Pero casi podemos notar su apuro y envaramiento. Jodorowsky contaba que había participado en una orgía con Vargas Llosa y que este último ni siquiera se había desvestido. Sea cierto o no, hay algo muy formal en él y sus aproximaciones más sicalípticas nunca son del todo satisfactorias. Con todo, los seguidores de Schiele pueden disfrutar del estudio que se realiza del pintor, mientras los protagonistas de “Los cuadernos de don Rigoberto” (1997) intentan reproducir algunas de las poses de sus cuadros.
Explora el género policiaco en “¿Quién mató a Palomino Molero?” (1986) en la que el crimen sirve como excusa para mostrar un contexto social donde reinan la corrupción y la hipocresía. Allí volvemos a encontrarnos con el cabo Lituma, un personaje que ya había aparecido en novelas anteriores. Su denuncia de ciertas lacras sociales no es una novedad, toda su obra tiene una marcada voluntad reformista. La descripción del machismo y la violencia de “Los jefes” (1959) y “Los cachorros” (1967) o de la rigurosa disciplina militar en “La ciudad y los perros” (1962), demuestran que comparte la idea de que la literatura puede ayudarnos a transformar la sociedad o, al menos, corregir algunos de sus defectos.
Estos días se menciona mucho “La fiesta del chivo” que es, sin duda, una gran novela. Pero también porque se ajusta a los temas que se esperan de todo intelectual sudamericano: una dictadura bananera de derechas que se entrega a todo tipo de torturas y violaciones, auspiciada por la torpe política exterior norteamericana. Otras denuncias no se ajustan tan correctamente al guión. Sus reflexiones sobre el autoritarismo y la utopía quedan compendiadas en tres libros extraordinarios. El primero es “Historia de Mayta” (1984) un retrato compasivo y patético del revolucionario profesional. Mayta es un personaje triste y lamentable, un izquierdista de salón con una preocupación real por los más desfavorecidos, pero incapaz de encajar en la realidad. Cuando de acuerdo a las doctrinas del gran timonel intenta poner en marcha una revuelta campesina, su fracaso es estrepitoso.
En “Lituma en los Andes” (1993) el tono cambia. Sendero Luminoso ya estaba haciendo de las suyas y el subcomandante Marcos pronto se haría célebre en México. Ya no se nos muestran intelectuales equivocados pero bienintencionados. Vargas Llosa reflexiona con crudeza sobre el origen de la violencia y su permanencia muy real en nuestros días. Las andanzas de los jóvenes maoístas se relacionan de forma pertinente con ancestrales y sanguinarios sacrificios humanos. La monumental “Guerra del fin del mundo” es más extensa y rica en secuencias arrolladoras, pero quizás no más compleja. Llaman la atención su amplia galería de personajes marginales, tipos acabados a quienes la presencia del santurrón protagonista transforma en algo mejor. Política y religión se entremezclan y, si el misticismo extremo del Consejero provoca revoluciones, la respuesta que ofrece un gobierno corrupto no es mejor. Entre opuestas manifestaciones de locura sobrevive un conjunto de individuos aislados que se esfuerza por mantener el orden y limitar las brutalidades.
Vargas Llosa nos ha ayudado a entender la barbarie y, así, hacerle frente.