Stan Sakai - foto de J.L Martín |
EL AÑO DEL CONEJO
Stan Sakai aprovechó su paso por el Salón de Barcelona para escaparse unos días a Mallorca, donde explicó su sistema de trabajo en un inolvidable encuentro con algunos aficionados en la Escola de Disseny.
Tras unos escarceos publicitarios, se inició en el mundo del comic de la mano de Sergio Aragonés, para quien rotula Groo the Wanderer. Más tarde le llamaría el “otro Stan”, para encargarle la rotulación de las tiras dominicales de Spiderman. A esas tareas como rotulista pronto sumó su primer héroe, Nilson Groundthumper, pensado para una larga saga a lo Tolkien. Nunca llegó a contar su historia completa porque en uno de sus episodios apareció un conejo samurái del que acabaría dibujando más de 6.000 páginas.
La primera aventura de Usagi se publicó en Albedo (1984), luego saltó a Critters (1987) y después Fantagraphics lo sacó de forma regular. Tras un intermedio a color en Mirage (la editorial de las tortugas ninja) pasó en 1997 a Dark Horse.
Allí continúa en la actualidad, alternando aventuras cortas y largas. Sakai las escribe, las rotula, las dibuja a lápiz, las entinta y realiza las portadas a color. Intenta facturar un cómic completo de 24 páginas cada cinco semanas. Luego esos tebeos de grapa se agrupan en volúmenes anuales, que se corresponden con la edición que conocemos en España.
Usagi Yojimbo es muchas cosas a la vez. Por un lado, un tebeo de personajes. Repasando con él la doble viñeta con la batalla en el puente de Duelo en Kitanoji (2003), explicó que se había inspirado en la antológica imagen de Prince Valiant. Como Foster, se preocupa de que sus personajes evolucionen y crezcan en un relato trufado de secundarios que aportan matices y diversidad. Como Gen, ese doble del héroe, el Sancho Panza del Quijote Usagi. Si uno es noble y desinteresado, el otro es práctico y vulgar, aunque al final el contacto entre ambos los transforma y consigue que el conejo no sea tan ingenuo y el rino algo más desprendido. Hay muchos más: Katuichi, el sensei de Usagi y también de su hijo Jotaro, protagonistas de los mejores pasajes. Sobre todo cuando se enfrenta a Nakamura Koji. En un alarde de sabiduría narrativa, estira hasta el paroxismo ese duelo entre ambos, introduciendo todos los elementos que pueden hacerlo más interesante: el sensei no está en plena forma, Usagi sabe cómo derrotar al samurái pero el honor le impide revelar ese secreto, Koji acaba luchando junto a Katuichi y casi puede hablarse de amistad entre ambos… Todo se olvida ante la lucha final, que decide quién es el mejor. Muchos asuntos son siempre a vida o muerte, sin tonterías. Sigamos: Sanshobo, monje y antes guerrero, Ishiba, el inspector, Sasuko, un mago que lanza hechizos a la manera de Dr. Strange, etc. Hay personajes recurrentes a los que no llega a bautizar, como la pareja de monos leñadores o el chivato.
Mención aparte para el nutrido conjunto de mujeres. Algunas cargan con papeles tradicionales, como la novia de la infancia a la que debe abandonar para abrazar su destino de samurái. Ella se casa con Kenichi, que sabe que el hijo que ha de venir no es suyo, sino de Usagi. Más interés tienen otras señoras como Tomoe, una samurái inspirada en la muy real Tomoe Gozen. O Chizu, que nos recuerda que también existieron mujeres ninja. Encontramos bastantes campesinas, como Fujiko, que se casa con Zato el samurái ciego; también camareras, cortesanas como la Dama Arce o buscavidas como la tierna Kitsune. Siempre son mujeres fuertes que hacen lo que deben para sobrevivir en un mundo de hombres.
Todo género tiene cabida aquí, de la comedia al drama pasando por el terror. Y a veces el humor se mezcla con el horror. Estrafalarios monstruos extraídos de la mitología japonesa pueblan los episodios. La historia de Gen (1996) incluye el relato del general que muere sin que sus enemigos le permitan hacerse el seppuku y vaga eternamente asustando a los mortales. Usagi le ayuda a completar la ceremonia, en un pasaje emotivo y sobrecogedor. La madre de las montañas (2007) presenta una secuencia final (sin fantasmas) con la villana Noriko atrapada en una mina de la que intenta escapar como sea. Toda la escena es impresionante y aterradora. Jei, un asesino poseído por los demonios, es otro buen ejemplo de la atracción de Sakai por el horror.
Usagi es un gran cómic de aventuras, un intenso drama romántico y un perfecto western. El ronin es siempre el sheriff o el forastero que llega a la ciudad dispuesto a desfacer entuertos. En ocasiones homenajea al cine japonés, con Kurosawa a la cabeza. Clásicos como Yojimbo o Los siete samuráis ya habían sido trasladados al cine americano antes de que en Usagi Yojimbo el héroe confundiera a bandas rivales y se enfrentara a la tortura y todo tipo de peligros. Pero algo se echa en falta: los indios. Muchos westerns ganaban profundidad al reflexionar sobre la eterna lucha entre civilización y barbarie. En realidad Usagi es un western contado desde la perspectiva “india”. Son los salvajes los que nos explican sus códigos, por eso “los otros” son esos extranjeros de barcos negros que apenas se mencionan. Solo se habla de ellos para comentar la última enfermedad o desgracia que han propiciado. Todo ello es coherente con la idea de explicar la cultura japonesa desde dentro. Con una excepción, el episodio “Contrabando” de Visiones de muerte (2006). Describe la enésima conspiración de los diablos extranjeros. Muchos personajes ofrecen su vida para preservar lo que han recibido. Al final descubrimos cual es la razón de tantos sacrificios: una cruz. La fidelidad hacia las tradiciones japonesas tiene un límite, la compasión. Ningún samurái se comportaría con la nobleza y la comprensión que demuestra Usagi. Esa es la única “trampa” de la serie, si se puede decir así. Es un guerrero con el que nos podemos identificar. Obviamente su amabilidad no casa bien con la verdad histórica, una contradicción que recorre toda la obra de Sakai: por mucho que se esfuerce por hablar desde una perspectiva oriental, su mirada sigue siendo la de un occidental.
Se le concede un papel a la naturaleza a través del paisaje y de los fenómenos meteorológicos. Se suceden las lluvias y las tormentas, la nieve da paso al verano y uno de sus recopilatorios se titula no por casualidad Estaciones (1999). Es además un dibujante extraordinario y cuyo trazo cambia constantemente. Si todavía no lo han leído, corran a comprarlo porque lo disfrutarán.
CAMPESINOS Y SAMURÁIS
Aunque criado en Hawai, Stan Sakai nació en Osaka. Su padre era un soldado americano de origen japonés y su madre había trabajado en una fábrica de armas en Nagasaki. Sobrevivió porque una colina se interpuso entre ella y la bomba atómica. Tuvieron problemas para casarse y no por la nacionalidad americana del padre sino por sus orígenes familiares. Su progenitor venía de una casa de campesinos y su madre era de ascendencia samurái. De hecho el dibujante ha obtenido mucha información directamente de los recuerdos de su madre. Pero esas distintas procedencias hacían casi imposible el enlace. La jerarquización inherente a la sociedad japonesa del XVI y de la que todavía quedan vestigios muy evidentes, explica episodios como “Shizukiri”, en el volumen Puente de lágrimas (2009). Unos samuráis pasean por la calle con una espada nueva. Para probar su filo asesinan a un mendigo que se cruza con ellos. Sin inmutarse. O “El orgullo del samurái”, en Padres e hijos (2005), donde se habla de un samurái venido a menos, a quien su orgullo le impide mejorar su miserable vida. Con su hijo como testigo, algunos trágicos momentos recuerdan “Ladrón de bicicletas”.Aunque Sakai es capaz de desarrollar relatos en clave social, no acostumbra a hacerlo. Asume esa realidad histórica sin criticarla, mostrando su idiosincrasia sin ocultar sus defectos. Los mundos de campesinos y samuráis apenas llegan a encontrarse, de los últimos admira el valor y la fidelidad, pero no esconde su compasión hacia los primeros. Son parte del paisaje, víctimas propiciatorias de unos guerreros que los consideran menos que nada, seres cobardes y despreciados por una buena parte de una sociedad rígidamente jerarquizada y de estructura feudal. La mirada amable hacia los agricultores se hace explícita en la historia de Ikeda, un general que acaba trabajando en el campo y que aparece en el volumen Estaciones (1999). Muestra con precisión todas sus contradicciones, la vida militar que echa de menos y a la que vuelve cuando se le presenta la oportunidad. En la brevísima “Saya”, en La caza del zorro (2011), Usagi aleja a un matón para que su sangre no contamine la plantación del arroz. La dialéctica campo-ciudad nunca se simplifica, al contrario, se dibuja con los matices que evitan el maniqueísmo.
En esa disyuntiva entre quienes se preocupan sobre todo por su honor y aquellos que riegan la tierra con su sudor, debe situarse el interés de Sakai por los oficios. Aunque él lo remite a su atención general hacia las tradiciones japonesas, hay algo más profundo en su descripción de las artesanías. Siempre desde el más exigente rigor documental: necesitó tres años para investigar el proceso de elaboración de la cometa que aparecía en Cabra solitaria y su hijo (1992). Incluir esas detalladas visualizaciones se convirtió en una costumbre. Se nota su admiración hacia los artesanos, sus saberes nos alejan de la guerra y la destrucción, concentrados en la creación de objetos útiles, necesarios y bellos. Explica cómo fabricar una espada en Daisho (1998), cultivar algas en Al filo de la vida y de la muerte (1998), modelar un tazón en La máscara del demonio (2001), hacer un tambor en Escorpión rojo (2014), o la complicadísima elaboración de la salsa de soja en Doscientos Jizo (2015), entre otros. Todos sus artesanos son orgullosos profesionales que se sienten muy satisfechos del conocimiento que han adquirido tras largos años de práctica y búsqueda de la perfección. El autor parece identificarse con ellos, aportándoles una dignidad casi épica.
En el sobrecogedor “Chano Yu”, publicado en La historia de Tomoe (2008), Usagi y Tomoe comparten un té en una ceremonia que adquiere para los japoneses un carácter casi religioso. El relato supone la culminación de una larga historia de amor imposible, debido a las obligaciones que los atan impidiendo toda relación. Así que esos gestos sacralizados son el único contacto posible entre ellos. Sakai no hace aparentemente nada, más allá de la enumeración pormenorizada de los momentos que componen la ceremonia del té. No necesita más. El giro de la taza, las miradas, la limpieza de los bordes… gestos mínimos que trascienden toda sensualidad para fundir a los amantes en un instante de increíble intimidad. Una verdadera comunión a la que el lector asiste con cierta incomodidad, por la intensidad con que se expresan los sentimientos reprimidos por los protagonistas. Como en todo oficio desarrollado con amor, lo que siempre es igual acaba siendo siempre diferente y al tiempo eterno. Tal es la sabiduría del campesino.