122 páginas, 21,90 euros.
SIN SER VISTOS
Cuando empezó Adrian Tomine era algo así como el mejor representante del realismo “frío”: piezas breves sobre personajes sin importancia que vivían tragedias menores. Con el tiempo ha refinado mucho su arte.
En este recopilatorio hay pasajes algo indigestos, pero también encontramos indiscutibles obras maestras. Como la que lo abre, esa tronchante historia del arte de la “hortiescultura”. Adopta una encantadora clave gráfica que remite a los mejores tiempos de los comics en prensa, con sus tiras diarias y sus Sundays. No por casualidad el dibujo recuerda al gran Roy Crane. Y el capítulo está a la altura, con ese palurdo protagonista que cree que ha dado con su verdadera vocación como artista. Todo el episodio es un divertido elogio de la incomprensión. Nadie acepta la obra de ese creador que se enfrenta al recelo de sus familiares y vecinos mientras defiende su visión. Especialmente geniales los diálogos con los suegros afroamericanos y el momento nocturno de lucidez final.
El segundo relato también es conmovedor, las andanzas de una estudiante a la que confunden con una estrella porno y cómo eso cambia su vida. Cuando en la escena final se encuentra con su “doble” todo resulta natural y auténtico.
“Vamos, Búhos” es en mi opinión la mejor pieza del volumen. Como en la cercana Paciencia de Dan Clowes se aborda el asunto de la violencia doméstica pero ese no es el tema central del relato, tan sólo un matiz más a añadir a una profunda descripción de dos perdedores que se unen, se ayudan, se ríen juntos y sí, a veces también se pegan. Los personajes son patéticos y emotivos a partes iguales. Un trabajo riguroso y emocionante, lleno de matices, una obra mayor sobre la soledad, el amor y sus accidentes.
Por último destacaría “Triunfo y tragedia”, la historia de una adolescente medio autista que aspira a triunfar como monologuista. Sin subrayar nada Tomine muestra a su madre con el pelo corto en las primeras secuencias, después con un pañuelo en la cabeza y luego simplemente desaparece. La madre hace (como todas las madres) de mediadora entre el padre y la hija que quiere ser artista. Lógicamente ella no está en absoluto dotada para el escenario y el drama consiste en cómo contárselo sin que se sienta ofendida. Obviamente, él tiene que cargar con tragedias bastante más graves que la posibilidad de molestar a su patética hija, así que lo lleva como puede. Tomine adopta una clave de dibujo minimalista y absolutamente despojada, centrándose de forma obsesiva en sus héroes. Con esa desnuda puesta en escena consigue secuencias tan tremendas como la del padre golpeándose la cabeza contra la pared.
En fin, un gran trabajo construido sobre bases sencillas, cotidianas y próximas, una mirada al lado más íntimo de unos personajes tan reales que asustan.