El estreno de la película sobre Anacleto, el clásico personaje de Vázquez, es una excusa tan buena como cualquier otra para reflexionar sobre la popular “Escuela Bruguera”.
Cuando se habla del legado de la editorial tiende a hacerse recurriendo a algunas oposiciones básicas. La primera sería la que la enfrentaba con su gran competidor de la época, el TBO. En el discurso que ha quedado establecido Bruguera aportaría un mayor realismo, una visión crítica, frente al conformismo burgués del TBO. Es cierto que había violencia y muertos de hambre en las historietas de Bruguera. Pero no lo es menos que La familia Ulises permanece como el gran retrato de la clase media de este país.
El problema reside en la idea de “realismo” que se defiende. El que se centra en lo negativo y desvela las contradicciones del capitalismo es buen realismo. El que aplaude sus aciertos y describe a gentes de bien, compasivas y decentes, malo. Bruguera asienta así un modelo que con el tiempo se ha convertido en conducta habitual de los protagonistas de nuestras series de ficción. Los bondadosos habitantes del TBO no tienen herederos. En cambio los rastreros, pelotas, chapuzas y miserables antihéroes de casi todas nuestras sagas televisivas llevan en sus genes la marca de Bruguera.
Por supuesto, estoy simplificando. En Bruguera participaron muchos y variados autores que no encajan con facilidad en esta descripción. Pienso en el noble Raf o en Segura y tantos otros. Pero el tiempo ha reducido la aportación de la editorial a dos nombres, tan opuestos como similares: Ibáñez y Vázquez. Ambos se parecían porque los dos trabajaron con personajes poco ejemplares.
Curiosamente, Vázquez, que hizo de la trampa un arte, supo insuflar más brío a sus creaciones. Sus héroes tienen una vitalidad contagiosa y hasta sus quejas son simpáticas. Hace unos años rodaron una película sobre él y también Paco Roca lo empleó como personaje en una de sus novelas gráficas. Allí era presentado como un desclasado que traicionaba a sus compañeros dibujantes. Mientras aquellos intentaban editar una revista para liberarse de la opresión de Bruguera, Vázquez los engañaba e Ibáñez se ofrecía a sustituirlos a todos, como el perfecto esquirol.
Mi visión de Vázquez se resume en una anécdota de la que fui testigo. Hace años le invitamos al Salón del Cómic de Gijón y allí se le alojó en un hotel. Era un tipo alegre, bromista y amante de la farra. Así que una noche llegó a las tantas al hotel, donde le esperaba la policía. Parece ser que había dejado una cuenta sin pagar en otro establecimiento, nada raro tratándose del “tío Vázquez”. Según nos contó la recepcionista, a los pocos minutos ya estaba bromeando con los agentes, haciéndoles dibujitos y consiguiendo que se olvidaran de los cargos. Durmió tranquilamente en su cama. Vázquez era un genio que tenía mucho peligro.
También tengo otra anécdota para definir a Ibáñez, en otro certamen gijonés. Como saben, y él no se cansa de repetir, fue empleado de banco. Durante años compatibilizó su trabajo como contable con sus tareas como dibujante. Sus lectores recordamos cómo se autorretrataba atado a la mesa de dibujo, incluso en vacaciones, con el editor siempre exigiéndole planchas que faltaban. Él sí ha tenido un éxito prolongado, con Mortadelo y Filemón traducidos a innumerables lenguas y también con adaptación cinematográfica. Cabe decir que en persona no tiene ninguna gracia, repite una y otra vez los mismos chistes y acaba siendo cargante, al contrario de Vázquez que era un caradura muy simpático. Los lectores de Ibáñez siempre le recuerdan El sulfato atómico, el álbum donde demostró que podía dibujar tan bien como Franquin (a quien ha “citado” en muchas historietas de Sacarino por ejemplo). Ibáñez explicaba que no había vuelto a dibujar de manera tan laboriosa porque, en el tiempo que había empleado en hacer aquel álbum, más cuidado, podía dibujar dos o tres de los “normales”. No se había vendido más así que ¿para qué esforzarse? Esa era la lamentable actitud que tenía hacia su propia obra.