La balada del Norte. Tomo 1.
Astiberri, 2015.
226 páginas, 18 euros.
UNA DE MINEROS
Alfonso Zapico vuelve con un relato sobre la revolución asturiana del 34. Si antes había abordado asuntos tan cosmopolitas como el nacimiento del estado de Israel o la vida de Joyce, ahora regresa a su tierra natal para contar unos hechos muy locales que sin embargo marcaron el destino de todo un país.
Y es que pocos sucesos han resultado tan controvertidos como la revolución del 34, cuna y crisol de posteriores revueltas, según la posición adoptada por algunos comics recientes. Dentro de la sempiterna hiper-legitimación de la izquierda, la rebelión de los mineros asturianos habría supuesto un mitológico puñetazo sobre la mesa, un ¡basta ya! a la explotación, que antecedería a todas las revoluciones que la sucedieron. Se habrían exigido unos derechos naturales, con toda justicia, de la misma forma en que la mística nacionalista asume el derecho divino que asistía a Companys proclamando la independencia de Cataluña, el único que se sumó (brevemente) a los revolucionarios asturianos. La versión oficial insiste además en la escasa legitimidad del gobierno republicano. Por supuesto existe una lectura diferente que entiende los sucesos asturianos como un intento fallido de Guerra Civil, un ensayo de las matanzas que se producirían dos años después. Todo el mundo parecía desear una escabechina que al final llegó. Y todos despreciaban unos gobiernos democráticos que, con todos sus defectos, eran lo más parecido a la ley con que se contaba. Si los gobernantes del 36 eran legítimos, no eran tan diferentes los del 34, por mucho que se pretenda desacreditarlos.
Estos asuntos se han discutido durante tanto tiempo que no seré yo quien pretenda tener la última palabra al respecto. Por eso agradezco intentos como el de Zapico. Ha tenido la voluntad y el coraje de acercarse a estos temas incorporando los datos con que contamos y permitiendo que las conclusiones o la verdad se construyan en la mente de cada lector, además de fabricar un inmenso relato por el camino. Era inevitable tropezar con ciertos escollos míticos.
En Asturias todo lo referente a la minería es casi una religión. Incluso en estos días en que afloran inmensas vetas de corrupción entre sindicalistas que supuestamente defendían los derechos de sus compañeros; con el jefe de todos ellos, Jose Ángel Fernández Villa, acusado de delitos económicos de enorme magnitud y encastillado en un hospital porque sufre un “síndrome confusional”.
Incluso ahora, digo, son muchos los que pretenden mantener una imagen virginal, idílica, de los mineros y sus sindicatos. El coste en vidas humanas de las minas las convirtió desde el principio en negocios ruinosos que sólo se sostenían a costa de unos salarios bajos y unas condiciones laborales en las que nada estaba cubierto, sin pensiones de invalidez ni viudedad. Esa era la situación que todos conocíamos por clásicos como ¡Qué verde era mi valle!
Ahora bien, esas condiciones cambiaron hace mucho y los fondos que deberían haber permitido el desmantelamiento de una industria poco rentable y su transformación en proyectos de futuro, se desviaron y se invirtieron ineficazmente, una de las razones evidentes de la decadencia de Asturias en los últimos cuarenta años. Lógicamente, decir esto supone chocar contra el mito fundacional minero y ser calificado inmediatamente de reaccionario y lo que se les ocurra.
Por tanto, el contexto en que trabaja Zapico es extremadamente volátil, muy complicado. Empezando por el final y volviendo al maestro Ford, él opta por “imprimir la leyenda”. No renuncia a esa mirada admirativa y compasiva hacia los mineros, que sin duda mamó durante su infancia en las cuencas. Pero la completa con verdad. Toda la verdad sobre las infectas condiciones de trabajo pero sin ocultar las consecuencias vitales de toda esa presión, con unos mineros al borde del alcoholismo y proclives a la violencia doméstica.
La fuerza que padecían en la mina era la misma que aplicaron contra sus mujeres e hijos e incluso contra sus propios compañeros. Por supuesto, al lado de esa frustración apenas contenida Zapico tiene la habilidad de incluir escenas tan líricas como la de la cabra. Primero convierte en imágenes un clásico tema de Víctor Manuel sobre un accidente en la mina. A través de una serie de viñetas mudas nos permite sentir la canción por dentro, consiguiendo un efecto realmente emocionante. Pero es que luego, tras la secuencia del entierro, vemos cómo uno de los protagonistas le lleva una de sus cabras a la madre del minero difunto, apenas un niño. Ahora que se ha quedado sin el jornal del hijo, el animal le permite contar con algo para comer. Sin apenas subrayados, con mucha sobriedad, se nos muestran los verdaderos dramas y la profunda miseria que se agazapaban a la sombra de las minas. Escenas como esta o como la de la mula a la que hay que sacrificar justifican posteriores actos de violencia. O, al menos, los explican, los enmarcan en una secuencia lógica de acontecimientos.
Por supuesto, tampoco evita contextualizaciones más generales, aportando datos sobre la situación en España y el resto de Europa, incluyendo el ascenso de Hitler al poder en 1933. Pero lo hace a toda velocidad, sin darles mucha importancia en el conjunto del relato. Parecido tratamiento reciben las conspiraciones de políticos y sindicatos que condicionan y enmarcan las actuaciones de los trabajadores. Su papel debe ser citado pero Zapico parece muy consciente de que el éxito artístico de su trabajo no va a depender de ellos si no de los personajes que consiga construir y de la verdad que logre insuflarles.
Y lo cierto es que su reparto no deja de ser curioso. Por supuesto tenemos a un patrono, cuyo nombre no corresponde con ningún aristócrata real pero que, al igual que la sustitución de las denominaciones de periódicos, minas y algunos lugares, no evita que pueda asociarse con figuras históricas con las que coincide al menos en parte. También aparece un líder minero con todas las características que cabría esperar, un noble bruto, dispuesto siempre a emborracharse, que intenta ser justo y que sobrevive al dolor de los hijos perdidos por accidentes o miseria. Cabe decir que tanto el marqués como el trabajador son grandes personajes llenos de matices, evitan los estereotipos con ferocidad y yo diría que Zapico se esfuerza por aportar humanidad al plutócrata y mostrar las debilidades del líder obrero.
A partir de ahí el resto del elenco no era tan previsible. En realidad, el primer tomo ofrece una versión de Romeo y Julieta en las cuencas. Romeo es el hijo del marqués, un decadentista que aparentemente está a punto de morir por una enfermedad pulmonar, dedicado a editar libros de poetas rusos, cuyos versos salpican las páginas de esta Balada. Es probablemente el único resbalón pedante del libro, que perdono porque incluye un delicioso fragmento de Ana Ajmátova. Julieta es (¿ya lo han adivinado?) la hija del minero, que trabaja como doncella en la casa del marqués. No es exactamente que el marquesito la seduzca ya que Zapico le da unas facciones y una personalidad que recuerdan inevitablemente a Maureen O’Hara y quienes hayan visto El hombre tranquilo o la ya citada ¡Qué verde era mi valle!, entre otros films inmortales de Ford, sabrán a qué atenerse. Una chica pobre pero con mucha dignidad, carácter y curiosidad. Así que acepta las aventuras que le propone el moribundo marquesito, que incluyen una escapada a Oviedo donde contemplarán juntos una ópera en el Teatro Campoamor. Aquí Zapico replica un juego de espejos que ya emplearon antes que él clásicos asturianos como Clarín o Pérez de Ayala. Me refiero a la escena en que los espectadores de una obra reproducen los sentimientos apasionados que se están representando en el escenario. Está bien, pero yo siempre he pensado que Hergé tenía razón: si sacas una ópera en un tebeo, debes reírte de ella.
La cuestión es que Zapico maneja con maestría estos personajes y, de la misma forma que en Titanic sabíamos lo que iba a pasar al final y eso no afectaba al brío narrativo de Cameron, aquí todos sabemos del baño de sangre que se avecina y con cuyo prólogo se cierra este primer volumen. Pero ese final conocido no afecta a la capacidad de Zapico para engancharnos a personajes vivos y creíbles, conmovedores e irritantes, que forman parte de un tremendo fresco histórico que emociona por su ambición, ritmo que nunca cae y perfectos resultados. Un trabajo espléndido que no deberían perderse.