Astiberri, 2014
166 páginas, 16 euros
ANOMALÍAS
Mi ración indie del mes. Un dibujante de superhéroes se siente autor y nos ofrece una aventura en la que nada es lo que parece y que nos venden como un relato “en la línea de David Lynch”.
En el mundo clásico de, digamos, Hitchcock, toda inmersión en el lado oscuro se saldaba siempre con un retorno a la normalidad. Vivíamos muchas aventuras con el protagonista de 39 escalones, pero había una explicación al final que ponía las cosas en su sitio. Lo mismo le ocurría a Cary Grant en Con la muerte en los talones. Un tipo normal al que empiezan a pasarle cosas, ¡pero es que lo han confundido con otro! Ese mecanismo de confusión o disolución de identidades es un leitmotiv en la obra del orondo director británico. Nos lo volvemos a encontrar en su extremo más realista en Falso culpable y en su versión más onírica en De entre los muertos. Y en tantas otras. La fórmula es siempre la misma y de una eficacia demostrada. Consiste en extraer al héroe de su contexto cotidiano y lanzarlo a otro donde nada de lo que le ocurre es normal. Pero al final se produce siempre lo que el maestro Requena como buen lacaniano denominaba “sutura simbólica”. De lo real pasamos a lo imaginario para finalmente salir a flote gracias a un universo simbólico bien estructurado, que ordena y explica lo que nos pueda acontecer.El mundo de Lynch ya no es así, como pudimos comprobar desde la desasosegante Cabeza borradora. Si en Hitchcock abundan las grandes perspectivas y los trucos visuales el americano se deja atrapar por los sonidos de fondo y las texturas, por el ruido. Y ese ruido nos informa de que el mundo no es lo que parece. Nunca. Dorothy no volverá a su hogar en Kansas. Esa es la obsesión de Lynch y así se demuestra repetidamente en sus películas. En Corazón salvaje hasta sale la bruja buena al final. El caso es que nos quedamos sin explicaciones, atrapados en el interior de esa oreja cortada y abandonada en el césped con que abre Terciopelo azul. Quizás dejemos atrás la pesadilla, como en la conclusión de Mulholland Drive, pero ya nada volverá a ser lo mismo. Esa aceptación del absurdo, que por otro lado es una de las características de lo contemporáneo, resulta difícil de tragar. Como espectador o lector prefiero relatos que se esfuerzan por construir una historia y no simplemente con describir el caos que se supone refleja nuestras vidas. Eso me aburre. A no ser que me lo cuente Lynch, un tipo de innegable talento.
Cameron Stewart tiene un bonito dibujo donde puede apreciarse la influencia de Mazzucchelli, sobre todo el de La ciudad de cristal. También presenta ciertos rasgos japoneses, un algo que recuerda a Urasawa. Sus acabados son bonitos y sus manchas perfectas y emplea muy bien el bitono con que anima su trabajo. Gráficamente el volumen es impecable. Tengo más dudas respecto al argumento. Adelanto que me parece un producto respetable. Se puede leer sin tener la sensación de que alguien está impostando una falsa trascendencia para vendernos una mediocridad. Nada de eso. Stewart lo intenta en serio, quiere hacerlo bien. Y lo que pretende es desarrollar un argumento sobre el otro lado, esa irrealidad que tanto atrae a Lynch. Pero además él prueba a concluir su historia con una explicación, que no deja de ser un sueño dentro del sueño. Aquí esto se entenderá muy bien si les avanzo que su propósito es similar al de Zulueta en Arrebato. Recordarán cómo el director conseguía habitar los mundos que filmaba y a qué precio. No quiero destripar del todo la conclusión pero por ahí van los tiros.
Si sus intenciones reflejan una sana ambición creo que el desarrollo falla. Ya lo he comentado en casos anteriores, es muy difícil mantener en pie este tipo de relato onírico o que bordea lo irreal. Cuando todo puede pasar todo deja de ser interesante. Y hacia la mitad hay que esforzarse por seguir leyendo, a pesar de todos los recursos que el guión moviliza para captarnos. Quizás lo consiga la próxima vez.