viernes, 14 de junio de 2019

BLANCO, LA ÚLTIMA SONRISA DEL TBO

El pasado mes de mayo moría en Barcelona el último dibujante del TBO clásico, Josep Maria Blanco Ibarz. Tenía 92 años y con él se desvanece una de las etapas más gloriosas de la historieta española.


En 2011 tuve el honor de organizarle una exposición acompañada por un voluminoso catálogo en el Casal Solleric de Palma. Sus vínculos con Mallorca eran conocidos, dos de sus hijos residen en la isla y él solía acercarse en verano.

Repasé con él la lista de caídos del TBO. Entonces todavía seguía en pié Muntanyola, que moriría en 2012. Pero Blanco, con la crudeza del superviviente, me apostilló: “Él era más bien un colaborador. De plantilla solo quedo yo”. Y ahora ya nos hemos quedado definitivamente sin testigos de aquella época.

Otro comentario que solía repetir era la atención que los medios prestaban a Bruguera, en detrimento del TBO. No conviene olvidar que, antes de que Mortadelo y Filemón, Anacleto o Zipi y Zape existieran, el TBO era la revista de historietas más vendida y leída de este país, con tiradas que hoy resultan casi imposibles de imaginar.

Descanse en paz Josep Maria Blanco TBO


Habitualmente se valoran más los aspectos de crítica social y retrato distorsionado de la realidad que aparecen en las publicaciones de Bruguera, frente a los mundos felices que encontrábamos en el TBO. Lo cual nos remite a una premisa que cierta crítica ha convertido en dogma, como es la visión del arte como herramienta política. Recientemente leía una revisión de “Cantando bajo la lluvia” en clave feminista. Aparentemente el film es un elogio del heteropatriarcado y Debbie Reynolds una sumisa y un mal ejemplo para toda mujer. Estas aproximaciones delirantes olvidan que las formas artísticas exigen ser leídas según sus propias normas. Esto es, no puedo juzgar un musical sin prestar atención a sus movimientos, su ritmo, su plástica interna. Y lo mismo ocurre con toda forma de arte, incluidas las historietas. Disfruto con el TBO por la misma razón que amo a Matisse (o “Cantando bajo la lluvia”). Porque me trasladan a un espacio de felicidad ideal. Los marxistas rococós me acusarán de conformista pero más reaccionario me parece aplicar una mirada unidimensional a toda obra de arte, despojándola de sus componentes más salvajes y personales y convirtiéndola en proclama, siempre con la misma denuncia en la boca. A veces admiramos la crítica y el señalamiento de los problemas sociales más acuciantes. Pero en otras ocasiones simplemente nos queremos reír, queremos disfrutar con un trabajo limpio, bien hecho, queremos emocionarnos e imaginar que un mundo más educado, más ordenado y amable es posible.

Esos eran los universos a los que nos trasladaba Blanco. Con su dibujo más esquemático pero terriblemente encantador en sus inicios, con su grafismo clásico después, cuando sustituyó a Benejam en “La familia Ulises” o cuando se embarcó a dibujar a las multitudes que ya inundaban Barcelona en los noventa. Recientemente sus traviesas vistas de la ciudad han vuelto a reeditarse en lo que supongo ha sido su última publicación.



Tras la noticia de su muerte no puedo dejar de pensar en las tarjetas de navidad que él mismo pintaba a mano y repartía al llegar el fin de año, siempre con sus mujeres grandotas y sus pequeños y tímidos hombrecitos. Y que ya no recibiré. También pienso en una de las curiosidades que incluimos en su catálogo: una servilleta de papel sobre la que había dibujado en el hospital, a falta de otro soporte. A su edad, ya había tenido que pasar por centros médicos en diversas ocasiones. Él endulzaba aquellos agrios momentos ideando chistes protagonizados por enfermeras sexys y amables médicos. Y él mismo, que aparecía en algunos gags como el de la depilación. Para una de sus operaciones habían tenido que rasurarlo completamente. Semejante afrenta a su intimidad no era algo a lo que un hombre de su edad estuviera acostumbrado. Dibujó la escena y me lo comentó en una entrevista, entre sonrisas y guiños: “¡Todo! ¡Me lo rasuraron todo!”,

En fin, Josep Maria Blanco era un encanto de hombre, un peleón, un trabajador incansable que supo compatibilizar su labor en una entidad bancaria con su oficio de historietista. Nunca descansó, siempre tuvo una sonrisa para todos y sus creaciones permanecerán. Ya lo echamos de menos.