EL TRAJE INVISIBLE DEL REY
Las noticias que llegaban sobre el último libro de Wolfe eran alarmantes. Que si negaba la Teoría de la evolución y abrazaba el creacionismo, que si se atrevía a criticar a Chomsky…
Ahora que se ha traducido comprobamos la buena forma que el autor mantuvo hasta el fin de sus días.
Sus libros se presentaban con portadas de grafismos suaves en la onda de Milton Glaser, eran tan “pop” como sus temas: hippies, movimientos alternativos, surf, tuneo de coches, panteras negras...
Glosó las vidas de gurús y abanderados como Kesey, McLuhan o Hall. Siempre estuvo a la última. Sus libros sobre arte moderno o arquitectura contemporánea ofrecían la mirada del no especialista, lo que muchos pensaban pero nadie osaba poner por escrito. Él sí.
Sus ensayos no brindaban excusas intelectuales para abandonarse al desenfreno juvenil y las actividades antisistema. Al contrario: nos golpeaba con sentido común poniéndonos en guardia contra la pedantería y la pretenciosidad. Admiraba a los que hacían algo, ya fuera reformar su coche o diseñar hoteles de lujo. Y despreciaba a los que se tiraban el rollo, a quienes pretendían imponer su voz, ocultando apenas su voluntad despótica.
El alegato siempre venía servido con humor. Podía denunciar los excesos de los Panteras Negras, pero lo hacía en el contexto de una cena de alta sociedad, con Preminger discutiendo con los musulmanes negros sus planes para aniquilar a los judíos. El Wolfe periodista era arrollador, sin término medio: a un lado los hacedores, los héroes que conforman nuestra realidad, al otro los farsantes, necios cargados de indignación moral.
Todos estos asuntos saltaron con naturalidad a sus cuatro novelas. La primera contó con una adaptación al cine, “La hoguera de las vanidades”. Aunque al escritor no le interesó la película afirmó que solo el cine seguía intentando explicar el mundo que nos rodea.
Si la literatura había dejado de atraer a las masas era porque se había vuelto autocomplaciente, prescindiendo de la investigación y la ardua documentación necesarias para construir obras a la altura de Zola o Balzac. No era su caso. Su conocimiento profundo de los temas que abordaba le permitió dibujar escenarios trufados de intereses contrapuestos, con tribus que anidaban en barrios e instituciones, debatiéndose por afianzar su poder.
Sus libros están llenos de gente que triunfaba de una forma u otra (“¡Soy el máster del universo!”). Fuertes o listos o guapos o ricos o lo que sea. Luego podían caer y pasar las de Caín, pero sus descripciones de cómo los vencedores, los triunfadores, veían el mundo eran embriagadoras.
Al lado de esos pequeños césares se situaba todo el trapicheo y la corrupción de las calles, esos “bancos de favores”, esas mafias que se instalaban en la policía, los juzgados o el mundo del arte. No miraba los asuntos desde las alturas sino desde dentro, borracho de información y detalles. Como periodista, le costaba dar por terminadas sus historias. Sus novelas seguían y seguían y no parecían acabar jamás. Carecían de un final a la altura de lo narrado.
La misma sensación producía “Todo un hombre”, su segunda novela. En ella destacaban dos pasajes de nuevo espléndidamente periodísticos: el del refrigerador y el de la cárcel, con su secuencia nocturna llena de gemidos y poluciones, tan sórdida como fascinante.
Sus problemas con los finales se mitigaron en “Soy Charlotte Simmons”, ambientada en la universidad. Un alegato salvaje contra la corrección política y otras memeces académicas. Atención al recorrido vital de la virginal protagonista y al incierto héroe que acababa siendo su novio.
Con Wolfe las cosas nunca eran del todo como parecían. “Bloody Miami”, por último, era una lúcida descripción de las guerras raciales en Miami, con cubanos, afroamericanos y haitianos luchando por imponer sus puntos de vista frente al retroceso de los anglos. Por el camino aprovechaba para hablar de pornografía y disparar algunos tiros contra los expertos en arte moderno. Era un trabajo dinámico y divertido. Sus personajes no solo ambicionaban poder o dinero, también recompensas sexuales.
Siempre atento a la realidad, podía ver las señales sexuales que se encendían a su alrededor, cada vez con mayor descaro. Y así aparecían en sus novelas, entre onomatopeyas y letras de rap. Hasta se inventó una página web: withonehand.com.
182 páginas, 17 euros
Anagrama, 2018.
Su ensayo “El reino del lenguaje”, lo devolvió al centro de la polémica. Empezaba con la teoría de la evolución, criticando la voluntad de muchos científicos, incluyendo al propio Darwin, de convertirla en una Teoría del Todo. Afirmaba que si muchos fenómenos podían explicarse en el ámbito de la evolución, otros no.
Luego llegaba el turno de Chomsky, que consideraba el lenguaje como una manifestación más de la evolución. Para discutir este punto Wolfe se apoyaba en los descubrimientos de Daniel L. Everett, un lingüista que se había pasado años en la selva estudiando una oscura lengua, el pirahá. No desvelaré toda la historia, que es apasionante, pero los pasajes que como lector se disfrutan más son aquellos en los que se enumeran las andanzas del investigador en la selva amazónica, luchando con arañas, serpientes y los propios nativos, con su mujer al borde de la muerte por unas fiebres, frente a la cómoda vida de Chomsky. Uno está con los pies hundidos en el barro, el otro en las moquetas universitarias. Ya pueden suponer de parte de quién está el autor.
Lo que nos describe es un mundo académico dominado por una casta que no permite discrepancias y que hará todo lo posible por arruinar la carrera de Everett, llegando a acusarlo de “racismo”. La parte en que invitan a Chomsky a que viaje a la selva para comprobar cómo es en realidad una comuna anarquista es tronchante.
Se estará o no de acuerdo con sus conclusiones sobre el lenguaje y la mnemotécnica, pero no se puede dejar de disfrutar con su ironía y su capacidad para desvelar las mentiras de los poderosos. Muerto Wolfe, ¿quién gritará ahora “¡el rey está desnudo!”?