72 páginas, 24,90 euros.
CRECER, PUDRIRSE...
Tras Tóxico (2011) y La Colmena (2013), se publica la tercera parte de esta excelente trilogía de Burns, un lisérgico homenaje a Tintín, al que se actualiza tanto con un exceso de realidad como con un desbordado surrealismo.
Burns nunca ha escondido sus intenciones ni sus inclinaciones. Es justo considerarlo el David Lynch del cómic. Comparte con el célebre director la afición por las tramas sórdidas y la mezcla. En los ambientes más luminosos y saludables surge de pronto la úlcera o se desata el deseo. No extrañó que Burns proclamara su voluntad de ofrecer su versión de uno de los mayores iconos del cómic “limpio”, como es Tintín. Aunque es básicamente un punto de partida. Hay algunas citas visuales, como el huevo gigante de la primera portada y la propia estética capilar del protagonista, tanto en el mundo onírico como en el real. Pero más allá de esos guiños, Burns marca desde el principio su territorio.
En arte es habitual que las intenciones sean más grandes y mejores que los resultados. Proclamar que la adolescencia es una etapa de maduración que nos permite acceder a un mundo de adultos cargado de inconveniencias, desamor, relaciones frustradas, dolor, enfermedad y muerte es más fácil de decir que de explicar con una forma artística, emocionante o que nos haga reflexionar. Burns lleva jugando en este terreno desde el principio de su carrera y lo cierto es que cada vez describe con mayor precisión y perfección gráfica esos mundos que le interesan y que no suelen ser agradables.
Lo primero es el dibujo, de una concisión repelente y ajustada. Todo trazo medido al milímetro, pasado de negros como corresponde a los universos que transita, conciliando la limpieza de los contornos con la suciedad de las texturas más crueles y resbaladizas. Y en este caso además acompañado por un color tan plano como eficaz, que completa la estética de álbum europeo que ha buscado en este trabajo, con tapa dura, bonitas guardas y lomo entelado. Y el argumento está a la altura del impecable grafismo.
Juego con dos realidades, una soñada, con una especie de Tintín viajando por un país que podría recordar a un Afganistán de pesadilla. Está poblado por extrañas criaturas, algunas le ayudan y otras lo desprecian. Conoce a una chica, que espera su momento de poner los huevos que hinchan su desafortunado cuerpo y que protagoniza una de las escenas más desagradables. Ese mundo se cruza en ocasiones con el otro, en nuestra realidad, y permite a Burns ofrecer una versión distorsionada de los terrores de su héroe. Todo el episodio del parto puede entenderse así como una traslación infernal de los miedos a la paternidad que invaden al adolescente en el otro plano. Cabe decir que el autor emplea con mucha habilidad esos paralelismos, esos saltos, entre lo onírico y lo real.
De vuelta a nuestro mundo, se nos cuenta la historia de Doug, un aspirante a artista que conoce a Sara, otra joven con problemas. Como ocurre siempre en este tipo de relatos, a la pareja la ronda un ex-novio psicópata cuya violencia está a punto de derramarse sobre ellos. Pero antes, Sarah y Doug demuestran que son capaces de hacerse daño ellos solos. La trilogía trabaja a partir de un material muy sencillo y muy querido por Burns, esas fases de crecimiento, cambio y maduración donde nuestra estupidez nos lleva a equivocarnos constantemente. Sumen a eso unas buenas dosis de arrogancia adolescente, egoísmo narcisista, alcohol y drogas y tendrán todos los ingredientes para un potente drama en el que cada detalle cuenta. Presten atención por ejemplo a la relación del hijo con el padre, uno de esos miedos universales de todo jovencito, el “yo no quiero ser como mi viejo”. Como este relato demuestra, ese destino resulta casi inevitable, con toda la ración de corrupción, enfermedad, muerte y la bata de papá que ello conlleva. Burns es el maestro de la turbiedad y la melancolía y con esta obra ha vuelto a demostrarlo.