El pasado 3 de abril nos dejaba Antonio Mingote. Maestro de maestros, era el último representante de una generación irrepetible, dibujante de trazo fácil y agradable, humorista extraordinario y mejor persona. Durante casi sesenta años dibujó su chiste diario, hazaña al alcance de muy pocos.
El martes 4 el ABC dejaba vacío su espacio en el periódico, aumentando el grosor del recuadro en blanco para enfatizar su carácter luctuoso. Todo el ejemplar iba ilustrado con numerosos chistes de Mingote así como sentidos artículos recordando su vida, obras y actividades varias. Tuvo oportunidad de participar en películas, obras de teatro, tertulias radiofónicas y hasta consiguió un sillón en la Real Academia de la Lengua Española. Algo bastante inusual pero no tan sorprendente tratándose de un humorista gráfico.
Aunque los mundos del humor gráfico y el cómic tienden a entremezclarse y confundirse, no es así cuando nos acercamos a ellos. Por supuesto hay excepciones, dibujantes como Ricardo que pueden facturar su chiste diario y al tiempo mantener una serie de historietas como Goomer. Pero lo habitual es que el humorista gráfico que trabaja para prensa apenas guarde relación con los dibujantes de tebeos. Tampoco recibe la misma consideración social. Ya no vivimos los tiempos de la transición y los años posteriores en los que los humoristas se atrevían a insinuar lo que otros callaban. En su momento, creadores como Máximo o Forges eran auténticos fenómenos sociales, guías intelectuales que expresaban el sentir de una mayoría.
En eso seguían los pasos de sus maestros, la generación de La Codorniz, la publicación con la que identificamos a Mingote además del ABC. Ya saben, “la revista más audaz para el lector más inteligente”. Ha sido reeditada en numerosas ocasiones así que se puede revisar sin dificultad. Su ironía y atrevimiento sorprenden. Personalmente, siempre recuerdo el gag del caballo que mirando compungido hacia el lector decía: “¡Montarme a pelo! ¡A mí!”, un chiste que no admitía muchas interpretaciones. En La Codorniz encontramos a todos los grandes: Tono, Neville, De Laiglesia, Herreros, Mihura, Chumy Chumez, Gila, Mena, Ops, Serafían y tantos otros. Sorprende cómo se parece el primer Mingote a Serafín y la estética a lo “familia Addams” de algunos de sus chistes.
Entre quienes les sustituyeron encontramos un poco de todo. Por un lado considero que esa labor de guía se ha trasladado a la televisión, ahora son los charlatanes televisivos quienes entre bromas y veras intentan indicarnos qué mola y qué apesta. Y ahí creo que la prensa todavía lleva cierta ventaja. Habrá quien disfrute con los Wiomings, los folloneros o Buenafuentes de turno, pero ninguno de ellos alcanzará nunca el saber estar y la sutileza de muchos chistes de Mingote y algunos de sus sucesores. Como aquel con una conversación entre un jovencito y un señor mayor. El chaval dice: “Sí, es probable que usted tenga razón, pero en todo caso yo la voy a tener durante mucho más tiempo”. En Mingote los argumentos se plegaban a la realidad, que los matizaba, era un ejemplo de templanza y señorío, de concordia y mesura.
Entre sus sucesores naturales los hay que siempre me han aburrido como Forges o Máximo. Este último se pasó hace años al ABC abandonando El País después de treinta años de fidelidad, algo que nunca entenderé, como sus chistes. Por supuesto entre los mejores cuento a Ricardo, que publica muchas viñetas que chocan con la línea de su periódico, algo que supongo le honra tanto a él como a sus editores. En El Mundo también nos topamos con otra pareja monumental, la formada por Gallego y Rey. En su momento tuvieron que abandonar El País, porque no les permitían expresar sus opiniones en libertad. A ellos se debe la recuperación de la caricatura política. El Roto, que empezó siendo el más críptico y misterioso cuando firmaba como Ops, ha terminado firmando proclamas, auténticos manifiestos a los que consigue insuflar vida y verdad. Luego los diarios regionales están llenos de tipos interesantes, como Pinto y Chinto o Neto y tantos otros, de quienes apenas sabríamos nada si no contáramos con esa herramienta maravillosa que es Internet.
En fin, hoy por hoy los dibujantes de prensa mantienen ese prestigio que asociamos al buen periodismo y esperemos que siga así. Al menos compensan en parte las andanadas de estupidez televisiva que algunos insisten en calificar como programas de humor. A mi me gustaban los guiñoles y nunca entendí porqué desaparecieron por un desagüe catódico, durante la segunda legislatura de Zapatero. Confío en llegar a descubrirlo algún día.