viernes, 16 de diciembre de 2011

Plaza Elíptica. Valenzuela

UT PICTURA POESIS

Plaza Elíptica
Santiago Valenzuela
Ediciones De Ponent.
144 páginas, 20 euros.

Este año el Premio Nacional de Historieta ha sido otorgado a un autor poco conocido, destacando así una obra tan peculiar como voluminosa. Plaza elíptica, el volumen premiado, es el séptimo episodio de la larga saga del Capitán Torrezno.

En su momento tuve ocasión de comentar el primer tomo de la serie, Horizontes Lejanos. Pero luego no había vuelto a citarlo. Algo que conviene explicar, ya que Valenzuela lleva cerca de una década publicando los capítulos de su surrealista historia. Ni siquiera había intentado leer ese último episodio por el que le han galardonado. Ahora con esto del premio me he visto obligado a ello. Y no es una experiencia que pueda recomendar.

Revisando los componentes del jurado que compone el Nacional, me da la sensación de que progresivamente los burócratas se han convertido en mayoría. Cuando se discutía su composición yo defendí dos criterios: uno el de variedad, los miembros debían variar para asegurar diferentes puntos de vista. Y dos, la mayoría debía estar compuesta por autores de, como se suele decir, reconocido prestigio. Una tendencia que considero nefasta para salones y eventos similares es darle más importancia de la debida a investigadores, críticos y demás. Considero que cumplimos una función, pero al final lo importante son los creadores, son quienes deben tener voz. Frente a esta opinión, había quien hablaba de cuotas por género, región, asociación o cualquier otra cuadrilla, familia o mafia. Compruebo ahora que era una discusión perdida de antemano. Estos son los resultados.

Las aventuras del capitán Torrezno parten de un concepto interesante y cuentan con un dibujo poderoso y personal. Es una actualización de Tierra de gigantes, con un universo en miniatura instalado en un bajo y generado alrededor de objetos tan cotidianos como un deeneí, un mechero o una mesa. En ese microcosmos auténticas guerras tienen lugar, luchas por el poder y disturbios entre facciones que se traducen en algunos pasajes realmente espléndidos. En ese sentido los primeros volúmenes de Torrezno se siguen con ganas. Pero luego Valenzuela se deja llevar por una irresistible tendencia a la logorrea. Y sus tebeos se convierten en engendros infumables. Conversaciones interminables o disquisiciones filosóficas sobre la verdad y la esencia del ser se suceden sin que la imagen haga nada por animarlas. Hasta que como lector me rindo por extenuación.


Yo creo que estamos ante un episodio más de una larga batalla como es ese complejo de inferioridad que la pintura arrastra ante las letras desde la antigüedad. Ya saben, los poetas son tipos admirables y los pintamonas unos sucios e ignorantes trabajadores manuales. Frente a esto se alzó la literatura del Parangón, ensalzando las virtudes de las artes visuales. Pero también permaneció una segunda tendencia que, de manera directa o indirecta, reconocía la superioridad de la literatura. Ya se sabe que quien tiene la palabra tiene la sabiduría, o al menos puede hacérnoslo creer. Yo creo más bien que las artes visuales se explican de manera diferente a las escritas, pero eso es otra historia.

En general el mundo de la cultura con mayúsculas odia los tebeos, salvo sonadas excepciones. Y tan sólo los respetan cuando se parecen a otras manifestaciones que ya han alcanzado cierto prestigio, léase pintura cuanto más “moderna” mejor o literatura. Evidentemente el potaje que les ofrece Valenzuela es perfecto: páginas saturadas de textos casi ilegibles y aparentemente muy profundos, acompañadas por un dibujo aplastado por el peso de las letras. ¡Pero si casi parece un libro de verdad!

Hace años a alguien en un ministerio se le ocurrió una campaña especialmente ingeniosa para defender los tebeos. El eslogan decía: “Donde hoy hay un tebeo mañana habrá un libro”. Evidentemente las cosas no han cambiado tanto. Muchos todavía siguen pensando que los tebeos deben parecerse a los libros y que los tipos realmente adultos y cultivados los emplean como un escalón para acceder a la cultura de verdad. Escalón que luego se debe desechar, por supuesto. Y así nos va.