Sapristi. Barcelona, 2020.
224 páginas, 21,90 euros.
EL CÓMIC QUE TODO DIBUJANTE DE COMICS DEBERÍA LEER
Tomine es uno de esos autores que consiguen que cada nuevo trabajo parezca mejor que el anterior. Es, sin duda, un creador de referencia al que no se le puede perder la pista.
Como siempre, emplea un dibujo directo y despojado de todo artificio. El álbum adopta la forma de un cuaderno de apuntes, con su fondo cuadriculado en azul suave y sus esquinas redondeadas. Como si el dibujante hubiera ido anotando desde los inicios de su carrera una serie de anécdotas relacionadas con el oficio y que agrupa para la ocasión. Esos relatos van de lo emotivo a lo ridículo, pasando por lo trascendental y, con mayor abundancia, lo cómico. Tomine ha construido un gran poema de amor a la profesión a la que ha dedicado su vida, sin despegarse de la realidad y fijando su atención en los aspectos más patéticos y las situaciones más bochornosas, que no son pocas. Como organizador y asistente a convenciones y actos sobre el cómic, testifico que todo lo que cuenta parece cierto y que la realidad resulta mucho más exagerada que el argumento más enloquecido que puedan imaginar. El volumen queda definido por esa primera cita de Clowes: “Esto es como ser el jugador de bádminton más famoso del mundo”. Tomine se esfuerza por alcanzar la gloria en una actividad minoritaria y que apenas despierta interés alguno, ni en el público ni en los medios. Ese desprestigio cultural propicia un constante flujo de situaciones frustrantes, como sesiones de firmas en las que el organizador debe llamar a los asistentes por teléfono para que acuda alguien, mesas redondas en las que hay más personas sobre la mesa que entre el público, etc. Con todo, se aprecia una cierta mejoría a lo largo del tiempo. El autor consigue ascender algo en su lento camino hacia la fama y la fortuna, aunque siempre con la sombra de Clowes o Gaiman persiguiéndole, autores más conocidos y con los que a veces le confunden. Lo que cuenta podía haber dado lugar a un relato deprimente, pero él adopta un tono desenfadado que rebaja las situaciones más embarazosas. El autor no se queja (no mucho) y asume su falta de prestigio con un saludable humor.
Para el recuerdo quedan muchos pasajes inolvidables. Como las burlas que cosecha el joven Tomine cuando explica ante sus compañeros de clase que quiere ser dibujante de comics. No como Walt Disney sino como John Romita. O cuando Frank Miller se niega a pronunciar su apellido durante una entrega de premios, lo que provoca que casi se ponga a llorar. O cuando estropea una prometedora cita con una periodista porque le entran ganas de ir a un baño que está demasiado cerca de su salón. O lo del guaperas pedante preguntando sobre la novela gráfica, escena que todos hemos vivido en alguna ocasión. Encuentra también espacio para hablar de su matrimonio a través de un conjunto de secuencias breves y muy bien planteadas. Es brillante el episodio del papá dibujante que visita la clase de su hijo. ¡Y sus consecuencias! O la anécdota del niño llorón y la vieja sabihonda. Y, finalmente, su tronchante visita al médico. Le queda tiempo hasta de escribir una suerte de testamento-despedida muy emotivo.
Los dibujantes sin duda se reconocerán en estas páginas y los aspirantes a entrar en el mundillo deberían de estudiarlas casi como una guía de lo que les espera. Y eso, en el mejor de los casos. Tomine al fin y al cabo es un creador de cierto éxito y reconocido internacionalmente. Su carrera, aunque no lo parezca, es más glamurosa que la de muchos de sus colegas. Así que ya se pueden hacer una idea.