160 páginas, 18 euros.
DE LA NADA, ALGO
Walter Simonson consiguió un lugar en todas las historias del comic tras su paso por Thor. Renovó la clásica serie de Marvel y demostró que los límites del lenguaje podían ampliarse con soluciones nuevas, originales y, sobre todo, ajustadas al tono épico de unos relatos salpicados de humor y drama.
En los últimos años, además de constantes reediciones de su héroe nórdico, se han ido publicando aleatoriamente algunas muestras de su trabajo. Su Orión nos llegó en un formato ridículamente pequeño; Elric era un poco más grande pero no lo suficiente, etc.
Ahora le ha tocado el turno a una de sus últimas obras, ese Ragnarök que a priori parece una revisión de su obra más popular. Es bastante habitual que autores que consiguen un gran éxito se pasen el resto de su carrera volviendo una y otra vez a ese triunfo inicial, sin dar de nuevo con las claves que propiciaron aquel primer bombazo.
Debo confesar que esa fue mi sensación con el primer volumen de esta nueva serie. El dibujante repitiendo formalismos que ya conocíamos, sus viñetas-página y sus viñetitas fragmentadas, todas ellas salpimentadas con sus particulares onomatopeyas. Nada nuevo bajo el sol. A ello se sumaba una pretensión algo ridícula: para que su dios vikingo no pareciera el de siempre lo convertía en un muerto viviente que deambulaba de una página a la siguiente mostrando su ausente mandíbula inferior. Pero no engañaba a nadie. Seguía siendo Thor, reconocíamos su pelazo y casi todos sus gestos. ¿A qué jugaba Simonson? Pero con el volumen dos todo cambia. Tanto que he vuelto a releer el primero para constatar cuan equivocado estaba. Nunca se fíen de un crítico, vayan a los hechos.
El autor vuelve a demostrarnos que es uno de los grandes. Y sí, su Ragnarök no deja de ser una relectura de su Thor para Marvel. Pero también es mucho más, empezando por la premisa de partida. Como sabemos, toda la mitología escandinava está presidida por la amenaza del gran apocalipsis final, ese Ragnarok en el que todos los dioses perecerán.
Lleva esa idea al extremo y nos narra la vida en un mundo tras el fin de todo. Todo es marrón y gris plomo, sin vida. Y eso es lo que predomina y manda: los no-muertos, los demonios, las cenizas de los dioses que fueron. En ese desolador paisaje se alza el dios de piedra, alimentado con manzanas secas por una ardilla enviada por Odín. Como podrán suponer ese dios que no es otro que Thor se alza pronto del trono en el que está encadenado. A partir de ahí todo es rocanroll.
Con insultante facilidad Simonson nos habla de familias de elfos, crea villanos dispuestos a matar a sus propias hijas, trolls negros de buen corazón, cabras mágicas, muchos zombies descerebrados, enanos ingeniosos, legiones de ardientes diablos y, por supuesto, recupera a algunos de sus viejos comparsas, de la serpiente que ya había destrozado la cara de Thor en su etapa en Marvel, a Surtur, el más poderoso de todos los demonios de fuego. En gran medida consigue insuflar vida a sus personajes gracias a la palabra.
Y no es que sus grafismos carezcan de fuerza, sigue siendo uno de los tipos más avanzados respecto al lenguaje del comic, cada una de sus páginas es una lección de cómo narrar. Pero es que además escribe muy bien, sus diálogos son siempre buenos, ingeniosos. Evita uno de los mayores peligros cuando se abordan tramas épicas, desmesuradas, como esta: nunca es pretencioso ni solemne. Cada declaración demasiado grave se compensa con una broma, con ironía. No se trata de hacer el payaso.
El fin del mundo es cosa seria y aquí se trata de cómo los vivos vuelven a ponerse al mando derrotando a las fuerzas del mal, a los que no saben querer ni se preocupan por sus semejantes. Pero no por eso vamos a ponernos pedantes. Así que cada tragedia (y abundan) se compensa con una ligereza, cada muerte con una celebración y un paso hacia adelante. Todo tiene un precio, especialmente lo que importa.
No se dejen asustar por el aparentemente desmañado dibujo. Porque lo que consigue con tan humildes componentes es muy grande. Vuelve el héroe, que está casi muerto y nunca fue muy inteligente. Pero alguien tenía que hacer el trabajo. ¡Bienvenido sea!