576 páginas, 49,50 euros.
EL ESPACIO INDIVIDUAL
El pasado año me encontré con Daniel Torres en el Salón de Angouleme. Hacía mucho que no nos tropezábamos y rememoré algunos de sus mejores trabajos, especialmente El octavo día. En sus últimas obras parecía haber perdido su fuerza creativa. De repente, presenta el que es uno de los grandes libros del año.
Debo confesarlo: no me lo esperaba. Tras un retorno poco inspirado a su personaje más conocido, el aventurero espacial Roco Vargas, daba la sensación de que ya no tenía nada nuevo que contar. Sin embargo, este autor con estudios de arquitectura, que siempre se habían apreciado en los fondos de sus ilustraciones, he recuperado parte de lo que debió de aprender en la carrera creando un volumen sorprendente y arrebatador.
A mi me recuerda a la Alice in Sunderland de Talbot porque como allí el producto es de difícil clasificación. Tiene algo de enciclopedia, con textos abundantes e ilustraciones explicativas, sin olvidar los pequeños relatos con viñetas que nos guían de un apartado al siguiente. Tratándose de un narrador tan solvente como Torres ya supondrán que el entretenimiento está garantizado, reforzado además por una amena historia que no evita el rigor científico y la reflexión y que nos lleva más allá de los hechos, hasta trazar un discurso en el que casa e individuo crecen juntos y se nos convence de que el desarrollo de uno es impensable sin la otra. La casa no es un fondo para la narración, como en el caso de Ware con Building Stories o Eisner con la Avenida Dropsie antes que él, donde la arquitectura era un puro escenario. No, aquí se trata de elaborar un discurso erudito en torno a la evolución de la casa, en el que se inscriben un conjunto de relatos que ejemplifican los diferentes momentos históricos.
Es, en resumen, un libro tan sólido como bonito, adjetivos que resulta sencillo atribuirle a Torres.
Su dibujo siempre ha transmitido una cierta sensación de esfuerzo, de trabajo bien hecho pero no fácil, de construcción que inevitablemente nos devuelve a sus estudios de arquitectura, otra vez. Como en los casos del ya citado Talbot o Gibbons, sus grafismos no brotan de una habilidad natural sino de una mente que piensa y de la voluntad de traducir las ideas en formas narrativas.
No siempre parece fluido y elegante, pero al final alcanza sus objetivos. Cuenta muy bien, compone a la perfección y sus perspectivas son admirables. En la parte gráfica el libro vuela muy alto. No sólo por sus cuidadas reproducciones históricas, también por el ingenio que demuestra buscando soluciones visuales que nos sitúan en cada periodo. Como el papel sobre el que se cuenta la aventura medieval, el paralelismo entre la fantasía musical a lo Astaire y la vida real de los habitantes de Nueva York, la estética teatral con que nos describe los interiores del XVIII, etc. Todo está bien pensado y mejor representado.
Hay otro elemento visual que no debe pasarse por alto, como es la adaptación de diversas estéticas visuales, de los códices medievales a los grabados de Doré pasando por el cartelismo fin de siglo a las formas arriñonadas de los cincuenta, unificadas en un discurso gráfico que pese a la variedad de sus fuentes consigue una gratificante unidad. El color también es excelente y muy narrativo, ilumina en los paisajes más optimistas y deprime cuando debe hacerlo. Hasta el último detalle visual del volumen ha sido estudiado y tiene una función que cumplir. En algunas vistas de edificios no puedo evitar el recuerdo de David Macaulay, autor del fenomenal Cómo funcionan las cosas, pero es una más entre las muchas referencias que Torres asimila y engloba dentro un estilo propio y eficaz.
En ese sentido, defiende sin dogmatismos ni subrayados la relación entre espacio privado y desarrollo individual, y lo demuestra de forma natural a lo largo de las páginas del libro, que acaba convertido en una gran loa al progreso y a la capacidad del hombre para sobreponerse a las dificultades y mejorar. Y había mucho que mejorar, como también se demuestra un capítulo tras otro.
En ese terreno el volumen es tremendamente honesto. No se ahorra episodios brutales como el de la casa medieval asaltada por los bárbaros, o la espantosa vida de los mineros en los primeros días de la revolución industrial, prácticamente pasando todas las horas del día a oscuras, o las lamentables condiciones en el Londres de mediados del XIX, que espantarían al mismísimo Dickens. Tampoco evita la crítica hacia ciertos utopismos, con matices muy divertidos en el episodio de la casa moderna, customizada por sus incultos habitantes, o a la presencia de la televisión y su carácter invasor y alienante en los hogares actuales. Pero, repito, cada pincelada que dedica a hablar de ratas y enfermedades, de falta de intimidad y seguridad, se ve compensada por pequeños pasos adelante, por avances y mejoras que permiten secuencias tan deliciosas como las de las amas de casa holandesa y americana, presumiendo con orgullo de sus eficientes hogares.
Todo esto por supuesto viene servido por la inteligente puesta en escena a la que ya nos tiene acostumbrados Torres, uno de los grandes narradores de este país. Las soluciones visuales que se le ocurren son constantes, empezando por esas dobles páginas con vistas del interior de cada casa que en las diversas épocas nos permiten hacernos una idea de cómo eran. Después, cada capítulo busca algún procedimiento narrativo diferente, algunas historietas son mudas, otras llevan voz en off, otras diálogos y bocadillos… Se detiene en los detalles constructivos pero también en el contexto económico y social que permite la aparición de cada choza o palacio, también en los vericuetos urbanísticos, que por ejemplo protagonizan el pasaje romano. Por el camino se citan las diversas costumbres higiénicas, sexuales o alimenticias y cómo iban cambiando con los siglos. Aunque atento a las injusticias y a los constantes conflictos entre clases, no reduce todo a un bregar entre buenos y malos sino más bien entre buenas y malas ideas, entre la tradición y el florecimiento de nuevos conceptos, como en los emocionantes capítulos del Renacimiento o de la construcción de la catedral.
Hay mucho más. Ya digo que el episodio con la casa holandesa es especialmente enternecedor, también el de Sunset Hills. O el delicioso paseo en coche por los Estados Unidos de los años 30 o el pasaje “moderno” de los cincuenta, con el padre que se trae el trasto a casa para ensamblarlo ante la atenta mirada de su familia. Finalmente, el autor encuentra una forma ingeniosa de cerrar el libro y hablar del futuro de la vivienda, enfrentando dos visiones opuestas, una muy tecnológica y esperanzada y la otra más pesimista y crítica. La sensación que nos invade tras la lectura es “¡de la que nos hemos librado!”. El alivio da paso al escalofrío cuando se piensa que cualquier paso atrás es posible. Es una obra tan científica como humana, Torres consigue un difícil equilibrio entre la descripción de hechos probados y la trascendente aventura de unas personas en las que nos reconocemos, con sus éxitos y también con sus fenomenales fracasos. Es un trabajo mayor y que nadie debería perderse, una obra que nos devuelve la fe en el medio y nos recuerda que con el talento necesario siempre se encuentran nuevas fórmulas con las que estremecer a los lectores. ¡Bravo, maestro!