J. Wagner, A. Grant y J. Ortiz
Dolmen Editorial. Palma, 2022
176 páginas, 24,90 euros
JOVENCILLO EMPONZOÑADO DE...
La línea que la editorial Dolmen dedica a los comics ingleses insiste por un lado en series muy conocidas por aquí: Trigan, Zarpa de Acero, Spider...
He vuelto a picar como un imbécil y me he comprado de nuevo lo de Spider. Y he comprobado (¡otra vez!) que sus personajes me siguen aburriendo y sus guiones no consiguen interesarme. Con Trigan ni lo voy a intentar. Su agradable aspecto camufla unos argumentos que nunca despegan. En cuanto a Zarpa de Acero, los expertos aseguran que tiene episodios sugerentemente surrealistas, aunque yo no los recuerdo. Eso sí, los dibujos de Blasco siguen contándose entre lo mejor de lo mejor. No extraña que Bolland lo citara entre sus mayores influencias. Como decía Faustino Rodríguez con mucho humor “los tebeos ingleses son muy deprimentes”. Se refería, por supuesto, a aquella pequeña ola que nos llegó en los sesenta, justo antes del desembarco de Marvel y otras coloridas propuestas americanas. En realidad muchos de aquellos oscuros productos tenían detrás a autores argentinos o españoles, emigrantes en busca de un sueldo mejor.
La obra que acaba de publicarse en esta línea inglesa pertenece a una etapa posterior. “La decimotercera planta” contaba con guiones escritos por los británicos Grant y Wagner y dibujos del español Jose Ortiz. Se trataba de historietas cortas de “continuará” que aparecieron en 1985 en una revista de terror de breve vida, Scream! Un producto con muy pocas pretensiones y tremendamente popular. Se plantea una situación de partida y se repite con variaciones, una y otra vez. No hay grandes sorpresas ni desarrollos dramáticos, aunque sí llama la atención cómo los argumentos van entrelazando los personajes y complicando las decisiones del peculiar protagonista. Se trata de un ordenador, no el HAL de 2001 sino su versión más casera, MAX. Supervisa un edificio, donde se supone que no hay esa planta número 13 que da título a la obra. Lo primero que descubrimos es que realmente sí existe ese piso. Es el lugar adónde MAX traslada a quienes considera dignos de castigo. Y no son pocos. Episodio tras episodio el cacharro va liquidando delincuentes, asesinos, ladrones y todos aquellos que molestan a sus inquilinos, su prioridad. Sus castigos son tan virtuales como ingeniosos, espejismos que enloquecen a aquellos que los contemplan, causándoles la muerte. Ahí es donde el arte de Ortiz brilla en todo su esplendor. Da igual lo que los bromistas ingleses le pongan por delante, él resuelve con su desparpajo habitual. Inundaciones, incendios, arañas, esqueletos andantes, anacondas, autopistas, pterodáctilos... El pincel del español no era veloz sino supersónico. Todo se llena de golpes de tinta, aquí cuatro trazos de plumilla, allá unas pinceladas, con despreocupación, como si diera igual que las rayas estuvieran donde están o un poco más acá, lo mismo las masas negras. Todo era fácil y fresco en Ortiz. En ocasiones esa exuberancia provocaba en el lector cierta sensación de dejadez. Confieso haberme distanciado del español durante una larga temporada, cuando los editores le aconsejaron que imitara a Bernet. Los resultados eran como de un Bernet sucio. Pero dejando esa fase aparte, todo lo que se ha recuperado tras su fallecimiento nos conduce a la misma conclusión. Tanto los recopilatorios de “Hombre”, como los episodios de Ken Parker que se editaron recientemente o “La decimotercera planta” prueban lo mismo: que era uno de los grandes, un dibujante natural, expresivo, que podía con todo y cuya rapidez era la mejor de sus cualidades. Aquí está en su salsa. Terror desatado, disparates sin límite, situaciones alucinantes y un enorme elenco de personajes. Y Ortiz da toda una lección de hasta dónde podía llegar. Sin despeinarse.