Barcelona, 2005
EN EL NOMBRE DEL PADRE... Y DEL HIJO
Estos días finalizaba en nuestro país la publicación de este clásico japonés de Kazuo Koike y Goseki Kojima, que hemos podido disfrutar a lo largo de los dos últimos años. Aunque ya lo había comentado con anterioridad, su calidad es tal que me siento obligado a dedicarle un último artículo, con motivo de su conclusión.
De su dibujo vigoroso y expresivo poco más puedo añadir, así como de la rotunda estructura de sus argumentos o la fuerza de sus personajes, tanto protagonistas como secundarios. Su revisión de la figura y creencias del samurai es absorbente y llena de convicción. Muchas pasiones desfilan por la serie, del deseo a la ambición, la gula o la codicia; también virtudes, especialmente la serenidad ante la injusticia y la fidelidad a unos pocos principios rectores. Lobo solitario ofrece un vistazo intenso a las facetas más oscuras del ser humano, pero también a su lado más brillante, con ese protagonista que encarna las reglas del bushido, que se atiene al código del samurai.
Lobo es por definición el clásico héroe solitario, que estamos cansados de ver en tantos westerns memorables y que tan sabiamente actualizó Frankenheimer en Ronin, es también el Spencer Tracy de Vencedores y vencidos, el Wayne de El hombre tranquilo o Eastwood en cualquiera de sus películas. Figuras trágicas, impopulares, más atentas a sus principios que a las consecuencias sociales de sus actos.
Pero hay algo más, tan evidente que casi pasa desapercibido, como es la relación entre los dos protagonistas que nombran la serie. Por muy fascinante que resulte el personaje del padre, el lector pronto comprueba que algunos de los episodios más atractivos están protagonizados por ese niño que, como se nos repite insistentemente, ha abrazado el vacío. De alguna forma los autores consiguen que esa criatura, que se atiene desde muy pequeño a la austeridad y frialdad características del samurai, no resulte sin embargo carente de emociones. Emociones que parecen estallar en ese último episodio, en el que el niño debe cuidar y hasta lamer las heridas de su padre. Resulta memorable ese parlamento que el lobo dedica a su cachorro en el que le expresa su amor a través de los ciclos interminables de la reencarnación. "Nosotros seremos padre e hijo eternamente", le dice. Es un amor que trasciende la muerte y perdura en nuestra memoria. Amen.